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Convertir la ciudad en pueblo: Marchas hacia la capital peruana contra el racismo institucionalizado.

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Tras la llegada de Dina Boluarte al poder, la violencia contra la población no cesa. La represión y las muertes se concentran en la región sur del Perú, donde la población quechua y aymara es mayoritaria. Los gobiernos autónomos y las organizaciones indígenas han sido las primeras en denunciar el racismo de Estado. Mientras el Gobierno intenta deslegitimar las protestas acusando a los manifestantes de terrorismo, la organización colectiva gana poder y representatividad sin un liderazgo concreto.

“Aquí no vamos a permitir que esta ‘zonada’ que pretenden hacer contra Lima se haga efectiva”, dijo el primer ministro de Perú, Alberto Otárola, tras la masacre del 9 de enero en Juliaca. En esta ciudad de la región Puno, 17 personas racializadas perdieron la vida a causa de la represión de la policía y las Fuerzas Armadas. La “zonada” a la que se refiere es la llegada masiva de manifestantes de distintas regiones del país, en especial de territorios indígenas aymaras y quechuas del sur con el objetivo de exigir la dimisión de Dina Boluarte

Desde la vacancia de Pedro Castillo el 7 de diciembre de 2022, tras su fallido intento de disolución del Congreso, se sucedieron protestas masivas a nivel nacional, sobre todo en las regiones del Perú donde la población indígena es mayoritaria. Asimismo, la represión más violenta y la mayor cantidad de víctimas mortales sucedieron en regiones con mayoría de población quechua y aymara, al sur del país.

En un análisis de los expedientes médicos de las 50 personas heridas y asesinadas por armas de fuego de alta velocidad, el medio Salud con Lupa descubrió que muchos de los disparos fueron a corta distancia y a la altura del tórax y abdomen, donde se encuentran los órganos vitales. Tras la masacre en Juliaca del 9 de enero, el Instituto de Medicina Legal confirmó que los proyectiles de armas de fuego de uso policial fueron dirigidos a la cabeza y al tórax por lo que se trataría de asesinatos extrajudiciales.

Las organizaciones indígenas denuncian el racismo

El racismo estructural detrás de la violenta respuesta del gobierno para abordar el conflicto es innegable. Durante su visita al Perú, la Delegación de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) resaltó el componente étnico-racial en las violaciones de derechos humanos registradas. Medios internacionales como The Guardian han hecho hincapié en la brecha que separa a las élites peruanas de las poblaciones campesinas, indígenas y trabajadores, históricamente marginados, como una de las principales razones del colapso social.

Sin embargo, este racismo estructural se justifica en la creencia interiorizada por la mayoría de los peruanos y peruanas de que “el pobre es pobre porque quiere”. Según la Encuesta Nacional de Percepción de Desigualdades de OXFAM, el 59% piensa que una persona pobre que trabaja duro puede llegar a ser rica.

Los primeros en denunciar el racismo fueron los gobiernos autónomos y las organizaciones indígenas. El Gobierno Territorial Autónomo de la Nación Wampís (GTANW), de la Amazonía peruana, condenó la “violencia racista del Estado peruano” y responsabilizó a “una clase política angurrienta, incapaz y lamentable que hace de la corrupción su modus operandi, ya que no aprendieron a hacer riqueza más que a partir del facilismo, la deshumanización del pueblo y la destrucción de nuestras fuentes de vida”.

El Gobierno Territorial Autónomo Awajún (GTAA), que representa al segundo pueblo originario amazónico más numeroso del país, también condenó “los problemas de desigualdad históricamente postergados por la marginación y discriminación de los pueblos más olvidados del país” como razón primordial de la crisis.

Por su parte, la Organización Nacional de Mujeres Indígenas Andinas y Amazónicas (ONAMIAP) denunció la “institucionalización del racismo”, tras el nombramiento de Alberto Otárola Peñaranda como primer ministro. El abogado venía de ser ministro de Defensa y, por ende, era el responsable directo de los primeros asesinatos ocurridos entre el 10 y el 19 de diciembre de 2022.

Finalmente, la Asociación Interétnica de Desarrollo de la Selva Peruana (AIDESEP) alertó sobre “el asalto al poder de las mafias corruptas y racistas del Congreso de la República”. Además, exigió la cancelación de los proyectos de ley a favor de las industrias extractivas que afectan a la Amazonía y a los pueblos indígenas en situación de aislamiento y contacto inicial.

Inclusión performática e instrumentalización de lo indígena

Luego de las primeras matanzas en Apurimac, Ayacucho y Junín, durante el mes de diciembre, Dina Boluarte emprendió una campaña desesperada para legitimar su gobierno, demostrar que el rechazo era minoritario y probar que otros pueblos estaban con ella. Con este objetivo, utilizaron el lema de Un diálogo por la paz. Así, los diferentes ministerios organizaron reuniones sin agenda con supuestos representantes indígenas amazónicos y organizaciones cuya representatividad y agendas son cuestionables.

Este fue el caso de una reunión con supuestos líderes de una organización llamada “los siete pueblos de Manseriche”. Manseriche es un distrito con una extensión de casi 54.000 hectáreas que alberga 42 comunidades nativas y que se superpone a los territorios ancestrales Awajún y Wampís. Está ubicado en la provincia amazónica de Datem del Marañón, región Loreto, y cuenta con un historial de derrames petroleros que han minado los tejidos sociales. De este modo, han aparecido organizaciones, empresas remediadoras y líderes oportunistas que aprovechan las demandas de la población para beneficiarse a través de acuerdos con el gobierno y las empresas. El GTANW emitió un pronunciamiento deslindándose de dicha organización y de otras que se habían reunido con el Ministerio de Vivienda y con la Presidencia del Consejo de Ministros.

Otra reunión tuvo lugar en el Ministerio de Cultura con dirigentes de comunidades del circuito petrolero de Loreto, en el marco del “Plan de Cierre de Brechas” (establecido durante el gobierno anterior), que incluye proyectos de desarrollo para las comunidades, pero gestionados por las entidades ediles. El gobierno también promocionó una reunión con la Asociación Regional de Pueblos Indígenas de la Selva Central, a pesar de que dicha organización había acordado, junto con todas las bases de AIDESEP, entrar en “movilización permanente”.

Esta inclusión performática y divisionismo dentro del movimiento indígena amazónico se ha podido realizar gracias a la gestión de la viceministra de Interculturalidad, Rocilda Nunta, la lideresa amazónica que llegó al poder con Pedro Castillo. Luego de la matanza de Juliaca, el GTANW y GTAA condenaron la violencia estatal y la instrumentalización de las naciones originarias “para diseñar sus campañas desesperadas que buscan deslegitimar la protesta e infundir miedo en la población”. Además, llamaron a las y los funcionarios indígenas a que evalúen la posibilidad de renunciar para no ser cómplices de las matanzas. Por su parte, la ONAMIAP fue más tajante y exigió la renuncia de Nunta.

Estigmatización y terruqueo: fundamentos para la violencia

El 18 de enero se reportó un derrame de hidrocarburos a causa de un atentado al Oleoducto Norperuano en el territorio de la comunidad nativa Awajún Pantaam, en la región Amazonas. El derrame sucedió cuando dos plataformas del pueblo Awajún, el Comité de Lucha de Condorcanqui y el Comité del Distrito de Imaza, habían tomado medidas de protesta para exigir la renuncia de Dina Boluarte.

Rápidamente, el atentado fue asociado a los manifestantes awajún y wampís, lo que llevó al gobierno de Boluarte a declarar el Estado de Emergencia en la región Amazonas. Tanto los comités de lucha mencionados como el GTAA y el GTANW se deslindaron de la acción y denunciaron el uso político para deslegitimar las protestas awajún. Aclararon que este tipo de atentados los suelen hacer las empresas remediadoras que tienen las máquinas para realizar los arreglos y se benefician con las tragedias ambientales.

La sospecha generada sobre los indígenas amazónicos de sabotear los oleoductos ocurre dentro de un patrón discursivo racista que los tilda de primitivos, salvajes y brutos. A partir de allí, los funcionarios del gobierno y los principales medios de comunicación los acusan de “vándalos”, de “violentos” y, por último, de “terroristas”.

En Perú, el terruqueo significa asignar a una persona el delito de terrorismo. Terruquear debería estar penado ya que, cuando se acusa sin pruebas, se incurre en el delito de difamación. Sin embargo, esta práctica es llevada a cabo con ligereza con el objetivo de estigmatizar y deslegitimar a quienes protestan. Más allá de poner en evidencia el desprecio hacia los indígenas, el terruqueo los deshumaniza como un modo de justificar las acciones violentas que buscan eliminarlos.

Fuente debatesindigenas

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